Cuando mis padres y antepasados actuaban en los Circos, el espectáculo circense era el
divertimiento popular por excelencia y la magia de la pista significaba para la gente
humilde uno de los placeres más importantes de la vida. Como lugar de divertimiento y de
ocio no tenía rival, y bajo la carpa confluían valores profundos como el coraje, la
perseverancia o la fe en el ingenio humano.
Ya con el cine y aún más con la aparición de la televisión , este protagonismo del Arte
circense en la sociedad se fue diluyendo para transformarse en un entretenimiento menor,
cargado de nostalgia, dedicado a los niños.
Pertenezco a la última generación que ha podido conocer desde dentro la fuerza del circo
como mito utópico. Soy también de la generación de los que han vivido el naufragio de
este sueño y que han tenido que reinventar una profesión y una filosofía para no
desaparecer. Pero más allá de la necesidad de sobrevivir, mi lucha constante para hacer
oír el punto de vista del bufón hoy en día y mantener su humor irreverente, es un
homenaje a una antigua tradición, rica en significado, que ha sido la esencia de mi familia
durante casi dos siglos.
Con el paso de los años y reconfortado por mis éxitos profesionales, he reflexionado
mucho sobre esta herencia cultural y he llegado a la conclusión de que detrás de esta
vida del circo aparentemente sencilla, consistente en ejercicios físicos, sabiduría empírica
y nomadismo, había algo más profundo y estructurado, había espiritualidad.
En el circo la palabra Religión ha siempre sido un gran tabú. No se mencionaba.
Sin embargo, detrás del silencio, no había vacío, al contrario.
Lo que yo tenia muy claro como niño, sin que nadie me lo hubiera dicho abiertamente, era
que el mundo estaba dividido en dos: Los que viajaban, nosotros , y los que se quedaban
en el mismo lugar, los sedentarios, el público, la gente que llenaba las gradas cada noche.
Para mi entonces, la religión era cosa de los que no viajaban.
Tenían sus Iglesias, sus curas y sus Misas y los necesitaban porque a la diferencia de
nosotros, no conocían nada del resto del universo, su horizonte era demasiado limitado.
Recuerdo que ya a mis cinco años, estaba profundamente convencido de que las cosas
eran así.
La contrapartida a este concepto de la vida era que nosotros, los que nos dedicábamos al
circo, mis padres, éramos más dueños de nuestra existencia, más adultos, más libres y
más listos… ¡infinitamente más listos!
Solo ahora, seis décadas después, empiezo a darme cuenta que esta manera de ver la
realidad procedía de algo más grande que el estrecho espacio cultural de nuestra tribu de
saltimbanquis. Buscando en la historia de mi familia y aun más lejos, en la gran historia de
Europa moderna, descubro que el espíritu circense que yo he conocido no era tan
diferente de otras corrientes de pensamiento parecidas, nacidas en los movimientos
utópicos decimononos inspirados por la Ilustración.
Además, esta relación no era solo filosófica visto que muchos artistas de circo, incluso en
mi propia familia, eran personas que habían llegada a la vida circense después de una
militancia política intensa.
El circo, entonces, como refugio del espíritu crítico del siglo de las luces y laboratorio de
nuevas ideas políticas con ¡acceso directo a todas las clases sociales!.
Rompiendo los moldes del circo poético y nostálgico que perdura en la mente de muchas
personas, incluso de los amantes de la pista, quiero abrir una ventana sobre una otra
realidad totalmente desconocida y muy importante, quizás la mas importante, del
fascinante mundo circense:
Quiero hablar del internacionalismo y del anti-racismo, del anti-clasismo, del laicismo y del
humanismo del circo.
Quiero destacar el espíritu tolerante y el sentido del humor de su gente, simbolizado por la
risa de sus payasos.
Y finalmente quiero saludar a la fuerza moral y la espiritualidad llena de Amor a la vida
que lo regentaba. Algo esencial en los tiempos confusos que vivimos y que puede ser
inspirador para nuestras nuevas generaciones, en revuelta contra las injusticias y el
cinismo del poder.